Los problemas ambientales más graves y urgentes del país no están en el plástico, ni siquiera en el manejo de los residuos sólidos en las ciudades. Enfrentamos tres urgencias: la contaminación de las aguas superficiales, los efectos de la agropecuaria intensiva, y la pérdida de la diversidad de fauna y flora nativa.
Eduardo Gudynas (en Semanario Voces, 8/6/2018)
La celebración del Día Mundial del Ambiente, el pasado 5 de junio, es tomada casi siempre por el mundo político y empresarial para mostrar sus acciones ambientales. En el caso de Uruguay, el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente apostó por una campaña para cobrar por las bolsas de plástico. La lógica en la medida reside en los serios impactos ambientales de ese producto, tanto por su volumen como por interrumpir los ciclos de la vida. En efecto, se estima que se sintetizan 400 millones de toneladas de plásticos por año, y casi el 80% termina como basura. Uruguay no escapa a esto, y está muy bien que se busque detener su uso compulsivo.
Sin embargo, los problemas ambientales más graves y urgentes del país no están en el plástico, ni siquiera en el manejo de los residuos sólidos en las ciudades. Es posible argumentar que enfrentamos tres urgencias: la contaminación de las aguas superficiales, los efectos de la agropecuaria intensiva, y la pérdida de la diversidad de fauna y flora nativa. Estas no son solo cuestiones ecológicas, sino que en el fondo resultan de desarreglos políticos.
La escala de los problemas
Un muy apretado repaso de esas condiciones muestra que las grandes cuencas del país están afectadas, y las condiciones en los ríos Santa Lucía y Negro son las más conocidos. Pero se repiten indicadores de alarma, sobre todo por la acumulación de fósforo en muchos cursos de aguas y lagunas. Al mismo tiempo, se profundiza una agropecuaria muy intensiva que depende de insumos químicos, lo que genera todo tipo de contaminaciones, pone en riesgo los suelos, y afecta a la biodiversidad. En este caso la proliferación del herbicida glifosato y sus derivados es el síntoma clave. Finalmente, seguimos perdiendo los sitios con los más ricos ejemplos de fauna y flora nativa, como aquellos que se cobijan en serranías y bañados.
Estos son los problemas más graves del país no sólo por sus consecuencias ecológicas, sino porque se están extendiendo en todo el territorio nacional. No son dificultades enquistadas en una localidad u otra, sino que se derraman sobre toda la geografía nacional. Si se despliegan en un mapa la contaminación de aguas, se verá que compromete grandes cuencas como las de los ríos Santa Lucía y Negro. Si sobre ello se suma el avance territorial de la agropecuaria intensiva y la ubicación de las zonas de alta biodiversidad amenazadas (como las Serranías del Este y las quebradas de la escarpa de la Cuchilla de Haedo), queda en evidencia que buena parte de nuestra geografía está afectada. El deterioro ambiental se ha generalizado y eso es lo que explica la gravedad y urgencia.
La política por detrás
La política ambiental en particular, y las estrategias políticas en general, explican esta situación. Por ejemplo, las decisiones gubernamentales de promover un paquete tecnológico intensivo basado en cultivos transgénicos que usan herbicidas y otros químicos, tiene efectos inmediatos en el ambiente, pero a la vez alimenta la contaminación de las cuencas de agua.
Esa misma dinámica política se vuelve incapaz de detener este tipo de deterioros e insiste con minimizarlo. Un ejemplo son las declaraciones de la ministra del ambiente sobre una contaminación que es “estable”. Pero como es indispensable hacer algo, entonces se lanzan iniciativas en temas colaterales, tales como cobrar por las bolsas de plástico.
No es que esto sea inadecuado, sino que si se organiza una campaña por esa cuestión, debería hacerse muchísimo más por aquellos otros deterioros que son más graves y están más extendidos. Estamos frente a un problema en entender proporcionalidades y urgencias tanto por el gobierno como por muchos políticos.
La situación ante la que nos encontramos es como si un ministro de salud enfrentado a una epidemia que está diezmando a los uruguayos, en lugar de intentar detenerla y salvar a los pacientes, se ocupara de lanzar una campaña para reciclar plásticos en los hospitales.
Esto ocurre por la prevalencia de una política centrada en una particular defensa de resultados económicos convencionales, la inversión extranjera y el dinero de las exportaciones. Las cuestiones sociales, como pueden ser los regímenes de acceso al empleo y los salarios, y las ambientales, como la crisis de contaminación, son minimizadas u ocultados, y se los maneja muchas veces en un nivel superficial, casi publicitario. Allí se ubican, pongamos por casos las publicidades de OSE o este caso del plástico, y ello genera la ilusión de contar con acciones ambientales.
Incluso se puede dudar de la efectividad de esas medidas. En el caso del plástico, la propuesta gubernamental es cobrar una tasa adicional a cada bolsita, lo que las hará más caras, pero no se imponen límites a su uso. Como ese cobro adicional será retenido por la DGI todo esto se convierte en otra fuente de recaudación (estimable en unos US$ 1,6 millones por año). No puede ocultarse el riesgo de caer en una situación donde se sigan consumiendo bolsas y el Estado disfrute de recaudar más.
Por detrás de UPM
Al mismo tiempo, la ministra del ambiente dejó en claro la confusión política que reina en esa área, al declarar en el suplemento promocional del diario El País que la futura planta de celulosa de UPM en el Río Negro utilizará 20 mil litros de agua por día. Esta es una afirmación incorrecta en varios sentidos. La ministra confundió miles con millones; en realidad, la planta tomará 125 millones de litros de agua del río cada día y arrojará 106,5 millones de litros como efluentes. Puede entenderse la confusión en este laberinto de cifras, en realidad hay otro error que es conceptual. La ministra cree que la clave está en restar el agua que se toma y el efluente que se arroja, pero lo cierto es que la alarma está en esa descarga total enorme de más de cien millones de litros de efluentes por día. Para ser claro, esa planta es una enorme procesadora que en cada hora convierte casi 4,5 millones de litros de agua del río en otro líquido que son efluentes.
Por todo esto, los debates sobre la nueva planta de celulosa no son sólo sobre sus impactos ecológicos y territoriales, o sobre lo que ocurrirá con el río, sino que va mucho más allá. Es que mientras el Poder Ejecutivo se entretiene con bolsas plásticas o financia los avisos de OSE, mueve todas sus energías para imponer la aceptación de la obra antes de conocer cabalmente sus efectos en el ambiente, antes de informar adecuadamente a las comunidades locales, y parecería que también antes de tener sus propios estudios de beneficios e impactos económicos y sociales. Es un caso extremo de recortar, maniatar y encauzar los controles ambientales, los que deberían ser abiertos, participativos e independientes.
Si este modo de gestión ambiental se confirma, quedaremos con una política ambiental escuálida que sólo podrá abordar cuestiones menores, pero será muy débil para atacar cuestiones graves como la contaminación del agua o la pérdida de biodiversidad. Esto hace que el caso UPM no sea sólo ambiental, sino que allí se juegan componentes esenciales a las políticas públicas. Por ahora, la presidencia puso todas sus energías en firmar un supuesto “contrato” con una empresa extranjera, sin entender que también tiene un “contrato” previo con todos los demás uruguayos para defender su patrimonio natural.
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